Los fusilados que no murieron del todo
Cuando los liberales derrotaron a las fuerzas imperiales, lideradas por Maximiliano, inició un drama distinto. Al emperador lo fusilaron junto a Tomás Mejía y Miguel Miramón el 19 de junio de 1867. La muerte de los tres generaría locura en sus respectivas esposas, que se negarían de dejarlos morir. María Carlota Amelia de México, esposa del Emperador, perdería la razón tras el fallecimiento de su esposo: sus paranoias disparadas aseguraban el regreso de Maximiliano y negaban su muerte. Llegó incluso a dormir junto a un muñeco al que llamaba “Max” y fabricó la existencia de una hija de nombre, evidentemente, Carlota Maximiliana. Murió de pulmonía en medio de la locura. La esposa de Tomás Mejía no tenía las posibilidades económicas para caer en excentricidades. Al borde de la miseria, no pudo juntar lo suficiente para darle un entierro digno a su marido y decidió dejarlo, digamos, vivo por un rato: por tres meses, el cuerpo de Mejía permaneció sentado, impecablemente vestido, en una silla en la entrada de la humilde casa de la calle de Guerrero, en la Ciudad de México. Fue hasta que Benito Juárez, del ejército triunfante y enemigo, se enteró de la situación cuando se facilitó a la familia Mejía un velorio un poco más ortodoxo. Si los casos anteriores parecen increíbles, falta una locura mayor: doña Concha Lombardo, cónyuge de Miguel Miramón, pensaba maravillas de su marido. Tanto, que guardó su corazón (el órgano, no su recuerdo) en casa. Solía iluminarlo con una veladora y lo lloraba todos los días. Fue hasta que un sacerdote supo de semejante (e insalubre) excentricidad que recomendó a doña Concha enterrarlo junto con el cuerpo del general. Así lo hizo. Se entiende el dolor del duelo, pero no la locura de la vida eterna. Los muertos, dicen, donde los muertos van. Otra cosa lleva nada más a lo macabro.
BRAVO MÉXICO, LA FIESTA DEL BICENTENARIO