Encantos de tierra insurgente
BRAVO MÉXICO, LA FIESTA DEL BICENTENARIO
“Yo planté este árbol”, aclara el jardinero de gafas al barrer las hojas del viejo sauce llorón que caen en el jardín del Puente de la Historia. Se trata de una mole de piedra caliza creada hace 300 años y que marca el inicio de San Juan del Río. Norberto Cortés le da una manita de gato al parque que rodea el puente; Guadalupe Victoria y su ejército sortearon aquí el torrente del río San Juan, en 1821, días antes de que México fuera nación independiente. Delante nuestro inicia el parque lineal San Juan, con ciclopista, teatro y asadores. El jardinero nos mira de arriba abajo y decide regañarnos: “Yo sí sé qué es yunta, arado, siembra, mazorca. Ustedes, los de ciudad, traen sangre enferma”. Cual niños castigados nos disponemos seguir la ruta de esta región flagelada hace dos siglos por sangre realista e insurgente, pero antes oímos la voz arrepentida del viejo: “A ver si vienen a otra platicada. Aquí estoy diario”. Esto me dio la tónica de lo que sería el resto de nuestro viaje. VACAS FELICES Unos kilómetros más adelante, el Jeep rojo frena en una planicie azotada por el silencio. En el rancho Noria de Cubos sólo emerge un cobertizo de piedra reseco: la Finca Vai, creada hace 70 años. La joven empleada María Felegrino sonríe tras un aparador que contiene provolone, manchego, oaxaca, shanklish y el reblochón, un queso cremoso de Los Alpes franceses. María nos baja al oscuro sótano de maduración –apenas alumbrado por foquitos naranja–, donde decenas de quesos maduran gracias al tiempo, al hongo penicillium roquefort y a la frescura del ambiente. Nos sentamos en bultos de paja en medio de un establo con 29 ovejas, algunas de las 150 vacas de la finca y viejas ruedas de carreta, un antiguo tractor Ford y tinas de madera en desuso para cuajar leche. María saca un platón de quesos. Podemos oír el mugido de los animales. “Son vacas contentas”, dice María. Nosotros, que ya probamos siete tipos de queso, nos sentimos igual. GUAJILLO, ANCHO Y CASCABEL Ya en Querétaro, entramos a “La Mariposa”. En el restaurante fundado en 1940 le pido a una mesera uniformada de celeste las enchiladas queretanas: queso, papa, rajas y zanahoria, en salsa de chiles guajillo, ancho y cascabel. El sazón es de una abuela sabia. Hace 50 años los estudiantes elegían este lugar para irse de pinta. El bolerista ranchero Javier Solís tomaba el café que salía de la misma cafetera italiana Faema –de la época del “Tata” Cárdenas– con lucecitas rojas que aún funciona con la leyenda “Infuso hydrocompreso de caffe”. Por la noche cruzo el portón de madera de la casona virreinal de La Marquesa de la Villa del Villar del Águila; subo por la escalera que Agustín de Iturbide usó, antes de ser emperador, cuando se alojó en lo que hoy es el hotel La Casa de la Marquesa. Reflexiono: Querétaro no es un destino exótico, pero sí suficientemente peculiar para sentirme fuera de casa y disfrutar de los lugares relacionados con la Independencia o Revolución. DE FRAILES Y CRUCES Al siguiente día, husmeo en el Convento de la Santísima Cruz en busca de la mazmorra donde Maximiliano fue encerrado en 1867, antes de ser fusilado. Fray Jesús Guzmán, franciscano de 91 años, nos pide seguirlo por bóvedas y aljibes de roca. “Ahí –dice al indicar una sala– fue recluido ese buen hombre, pero ustedes no entrarán porque es donde vivimos los 35 frailes”. Después de salir de ahí, fuimos a otro lugar donde también tienen la entrada restringida: “Prohibido el acceso a ambulantes, músicos, perros, similares y a la Peggy”, dice el aviso. Nos sentamos a la barra de La Selva Taurina, cantina abigarrada con cabezas de toros, carteles de corridas, una cocina que dice “taquilla” o un baño femenino con el letrero “vaquillas”. El barman Julio Ibarra “Bombón” –barba negra y 120 kilos– baja un garrafón de líquido ámbar. Adentro está Rosa, cadáver de víbora de cascabel. La saca y abre sus fauces. Al salir de la cantina siento en mi cabeza el martillazo del mezcalito mañanero.
GUANAJUATO A las 5 a.m. zigzagueamos rumbo al cerro del Monumento al Pípila. Desde esta solitaria y helada altura, Guanajuato es miles de lucecitas y cantos de gallos. A las 6:20 clarea: vemos la Basílica, la universidad, la plaza central, las casas ocre y la Mina de San Juan de Rayas. “Preciosidad”, exclama alguien. Cuando ya se oyen los autos en calles y túneles de Guanajuato volteo a ver al chaparrón y musculoso Pípila, que carga una loza y la antorcha con la que quemó la puerta de la Alhóndiga de Granaditas. Cuentan que un día el Pípila se bajó muy alegre de su pedestal a bailar con “La Mona de la Paz” (como se conoce al Monumento a la Paz). “Él Pípila le cantó ‘amor chiquito eres un encanto’ –dice J Ventura–; eso lo miró Don Juan, antiguo velador de aquí. Alucinaciones, por las pedotas que se ponía”. Salimos a la avenida Presa de la Olla y avanzamos por callejuelas que viborean junto a la alhóndiga, el Mercado Hidalgo y su torre del reloj de 1910, hasta llegar al Callejón del Beso. Los escalones miden hasta 58 centímetros de largo (hay sombra suficiente para darse unos buenos besos secretos). Pero esta mañana sólo hay tres indigentes y Lucrecia, una joven seria que barre la calle. –¿Ya nadie se besa aquí?–, le pregunto. –Ya no, da mala suerte–, dice. Cerca existe un nido para el amor y la amistad: las sobrepobladas escalinatas del Teatro Juárez, donde estudiantes y turistas bromean y se juran amor. Dos lindas japonesas estudiantes de español, Nozomi y Haruka, caminan saltando y nos ofrecen pastelitos. ¿De qué? “Chocoreto y Vanila (sic)”, dicen en coro. Cómo negarse a darles 10 pesos y verlas partir contentas. EL “COJO” GALVÁN Para acabar nuestro recorrido, llegamos a Dolores. Como en el Museo-Casa de Miguel Hidalgo lo más emocionante que se conserva es una “urna funeraria con medallones que guardan partículas óseas de Hidalgo” (del tamaño de una lenteja), intentamos acceder al campanario de la Parroquia de Nuestra Señora de Dolores. Nos colamos por una puertita lateral. Al pisar los escalones sentimos los huecos del desgaste de siglos de ascensos de campaneros y curas, entre ellos el Padre de la Patria. Al atardecer accedemos al campanario. El viento es poderoso y las luces del pueblo se encienden. Observo sobre mi cabeza la fastuosa campana principal. Levanto el brazo y frente al pueblo que prende sus luces agito el badajo, como siempre supuse lo hizo Hidalgo aquel 15 de septiembre. Por segundos me veo calvo, espigado, henchido en el hábito negro. Pero ya en el atrio la sacristana María Álvarez me mira a los ojos: “Hidalgo nunca repicó la campana; fue el “Cojo” Galván, su campanero. Lo siento, joven”. Sabía que hacer un viaje en busca de personajes del Bajío me enseñaría mucho de la historia de México.