Crítica de 'Bardo': contundencia visual e incomprensión
‘Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades’, el reciente filme de Alejandro González Iñárritu, sí que es onírico, pero también mortuorio. Una marcha fúnebre fantasiosa de almas incomprendidas.
Bardo, la nueva película de Alejandro G. Iñárritu está hecha de la misma materia con la que están hechos los sueños. Una serie de sucesos inconexos, inexplicables y absurdos que, por alguna extraña razón, están anclados a la realidad. Ya sea en ese momento o en otro inesperado, se desatan y despiertan conexiones.
Un hombre, enfocado a la reflexión, el suntuoso arte del intelecto, ha perdido la capacidad de contención. Él que ha señalado los problemas sociales de nuestro tiempo ya no sabe qué sí y qué no vivió. Se ha perdido en aquella sensación líquida de no poder abrazar ni la realidad ni la fantasía. Como el agua que se desborda de una bolsa que contiene ajolotes y los derrama sobre el pasillo del metro.
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Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, su título completo, es también un alegato técnico. Planos secuencia meticulosamente coreografiados pero que dan la sensación de naturalidad, tomas extensas en una cinematográfica apoteósica de Darius Khondji, una sofisticada ambientación en manos de Eugenio Caballero, quien logra meter arena en las habitaciones y una pirámide humana en la plancha del Zócalo y un diseño sonoro que, en conjunto, reclaman ser vistas en la gran pantalla.
Bardo es un sueño. El sueño de alguien. Y qué es el cine sino eso. En el reciente filme de Iñárritu hay una contundencia visual y estética, la claridad de un universo íntimo y personal, no siempre comprendido ni de fácil acceso. Un filme que se adelanta a sus detractores y, a través de la meta narrativa, se crítica, se justifica, se regodea en sí misma y expone sus frustraciones ante la incomprensión.
La metáfora y la concatenación de símbolos se desdobla a lo largo del filme, un Xolo, Ajolotes, una pirámide humana, los premios. La sensación compilatoria de los temas y las inquietudes presentes en la filmografía de Iñárritu están en Bardo. Migración, el éxito, la fama, la familia, las clases sociales, el racismo; ninguno problematizado a profundidad tanto como el arraigo, la nacionalidad, la pertenencia. ¿De dónde es alguien que se fue y regresa? parece una de las grandes preguntas que lanza Bardo desde la pantalla.
Hay un cruce filosófico, social, espiritual y, casi como sucede en el filme mismo, la realidad y la ficción se vuelven indivisibles. ¿Qué tanto de Iñárritu hay en Silverio Gama, su protagonista? ronda como cuestionamiento.
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Daniel Giménez Cacho -quizá uno de los cineastas más apabullantes de las últimas décadas- transita con sofisticación y audacia las ondas del arco dramático que plantea este guión coescrito por el director junto a Nicolás Giacobone, con quien colaboró también en Birdman. Pasa en un instante del asombro casi infantil a la rabia más obscena y delirante para volver a estos estados en otros momentos y en otras circunstancias.
Hay en Francisco Rubio otro de los grandes acentos actorales. Un personaje que parece contener en sus líneas los malestares colectivos, los reclamos públicos, la misma rabia de las redes sociales y de los medios de comunicación que interpelan a los exitosos y, al mismo tiempo, las voces internas que boicotean. Síndrome del impostor.
Aquí me voy a detener, porque el spoiler está por escaparse. Salve decir que el viaje de Bardo, sí que es onírico, pero también mortuorio. Una marcha fúnebre fantasiosa de almas incomprendidas que deambulan entre los set de televisión, en la mítica pista del Fandango Dancing Club, en el mar de todos lados y en el desierto de nadie.