Cuando tenía seis años me llevaron al teatro. La obra se llamaba La Honesta persona de Shechuán de Bertolt Brecht y la dirigía Luis de Tavira. Ese día no sólo sucumbí al asombro del teatro, también supe que a ese extraño mundo, poderoso, indescriptible quería dedicar mis días. Pero no sólo al teatro; a ese teatro. Como suele decir Luis, “Si todo es teatro, nada es teatro”. Más tarde lo entendí. En ese momento sólo supe, aunque no pudiera todavía verbalizarlo, que aquello que sucedía ante mis ojos no sólo era bello sino que también apelaba a lo único que puede transformar la realidad: la producción de la conciencia. Ese era el teatro que hacía Luis de Tavira. Ese es el teatro que hace Luis de Tavira.
Después, cuando pude hacerme cargo de mi deseo, tuve el privilegio de sentarme en el aula, de pararme en el escenario y de generar proyectos colectivos de la mano de él. Puedo decir hoy a nombre de muchos de mi generación y de otras generaciones que si hay algo que nunca muere en Luis es la profunda convicción y la esperanza de que el teatro puede hacernos mejores personas y, por lo tanto, generar la posibilidad de un mejor mundo para todas y para todos. Incansable hasta el extremo, Luis nunca dejará de insistir en que la función más importante es la de hoy, por la única e irrefutable razón de que es la de hoy. El arte del presente, de la presencia, de la comparecencia viva del actor y del espectador entre quienes sucede eso que sólo puede suceder esa única vez y que siempre será distinto; esa verdad sólo reservada al teatro, esa revelación, ese reconocimiento, esa vivencia; esa experiencia estética capaz de generar una interlocución con lo otro, con el enigma de la existencia.